Este artículo está escrito como si fuera un discurso oral e intenta captar el tono y los temas de los artículos que están recopilados en Ensayos y errores. Arte, ciencia y filosofía en los videojuegos. Es una parte de la charla que ofreceremos en la UAB el 18 de febrero, a las 13 h, en la Sala de Actos de la Facultad de Filosofía y Letras, que contará con la presencia de Gisela Chillida (comisaria independiente y crítica de arte), Cèlia Cuenca (investigadora en Historia del Arte) y David Ferragut, uno de los editores. Más información.
En nuestro prólogo para Ensayos y errores, escribíamos esto:
El 29 de noviembre de 2012 el MoMA agregó una selección de 14 videojuegos a su colección permanente (en la sección Architecture and Design Galleries), acabando de un plumazo con las discusiones acerca de si los videojuegos son o no una forma de arte. Al fin y al cabo, ante la falta de una definición académica unificada sobre qué es aquello que constituye a los fenómenos artísticos siempre podemos recurrir al infalible pragmatismo empírico: si está en un museo, entonces es arte. Dicha lista inicial estaba compuesta por Pac-Man (1980), Tetris (1984), Another World (1991), Myst (1993), SimCity 2000 (1994), Vib-Ribbon (1999), The Sims (2000), Katamari Damacy (2004), EVE Online (2003), Dwarf Fortress (2006), Portal (2007), flOw (2006), Passage (2008) y Canabalt (2009). Posteriormente, la lista se complementó con Asteroids (1979), Minecraft (2011), Pong (1972), Space Invaders (1978), Tempest (1981), Yars’ Revenge (1982), Street Fighter II (1991) y Snake (1997), con la intención, por parte del museo, de agregar, al menos, 13 videojuegos más en los próximos años una vez adquiridos los derechos de exposición, entre los que se incluirán Donkey Kong (1981), The Legend of Zelda (1986) y Super Mario 64 (1996). El criterio de selección no se ha basado únicamente en las características visuales, sino que, además, ha tenido en consideración, entre otros, el carácter estético del diseño interactivo, la experiencia de comportamiento para el jugador y la elegancia del código de programación”.
La novedad del MoMA consiste en disponer de una colección permanente de videojuegos, y no en la realización de exposiciones temporales, como ya había ocurrido antes y como ocurre, de hecho, en la actualidad: véanse las exposiciones en el espacio Telefónica de Madrid (Los dos lados de la pantalla) o en el CCCB (Gameplay). Así pues, esto parece una sanción oficial del videojuego como objeto artístico, viniendo de uno de los museos más importantes e influyentes de arte contemporáneo y actual. La disposición del MoMA es prácticamente la de una pinacoteca: un videojuego, una consola, un jugador, cuando esto es posible; en ocasiones, ni siquiera se puede jugar, solo mirar. Y las cartelas, como en todos los museos, exponen información mínima, como si estuvieran señalando un cuadro de una obra más vasta, explicada en alguna otra parte de la sala. El MoMA, a pesar de su apuesta relativamente arriesgada, conserva aún maneras de arte tradicional.
Otra opción sería la que lleva a cabo el Computerspiele Museum de Berlín, que también tiene su colección permanente de videojuegos pero, en este caso, no expone nada más que videojuegos (el MoMA expone otro tipo de arte, evidentemente), salvo algún que otro dispositivo que podría anticiparlos (una máquina similar a un juego cognitivo, tipo ajedrez, pero con luces, que a nosotros nos derrotó en las siete partidas que echamos). Este museo combina diversos criterios: expone consolas y cartuchos (algunos en bastante mal estado, como Super Mario Bros. 3) y se interesa por el videojuego como forma artística y como forma de ocio (tiene un apartado con algunas apuestas arriesgadas que bien podrían entrar en una exposición de videoarte). Pero dado su enfoque más práctico, el museo es un destino de actividades escolares. Allí se va a jugar; se parece a una ludoteoca. Y es algo que queda subrayada por algunas secciones del museo que son bastante anecdóticas aunque tienen una orientación arqueológica y sociológica con potencial: reproducciones de habitaciones en las que se jugaba a distintas consolas. Cada consola tiene su ecosistema: una Atari 2600 con un VHS de ET, el extraterrestre y un televisor de tubo, con un papel tapiz hortera de geometrías y colores terrosos (con esos muebles completos de aglomerado).
En este sentido, un museo destinado a los videojuegos tiene que mantenerse a raya de las dos grandes tentaciones: convertirse en una pinacoteca (versión seria, un poco pedante, de la exposición) o en una ludoteca (versión distendida, vinculada al ocio). Para plantear la posibilidad de un museo para videojuegos, nos marcaremos como objetivo dejar que se juegue (como en una ludoteca) pero que se tome distancia (como en una pinacoteca). Esto nos lleva a otra cuestión: ¿cómo entendemos el arte? ¿Es posible que un videojuego sea arte, considerando que cualquiera puede tenerlo en casa? El caso del MoMA ya nos da una confirmación de que un objeto de consumo puede serlo.
El ensayo más emblemático de este cambio de interpretación es El arte en la época de su reproductibilidad técnica, de Walter Benjamin. La tesis que expone, simplificada, es que el arte ha perdido lo que él denomina aura. El aura es la unicidad de la obra, su absoluta singularidad. En la medida en que es irrepetible, se asocia la unicidad al culto (de ahí el término mismo, que tiene connotaciones religiosas). Su unicidad la hace distinta. En esta distinción se puede materializar la luz divina, como ocurre con el arte religioso: la presencia divina ha venido a encarnarse en esta obra absolutamente única. Cualquier otro objeto es profano, por cuanto comparte demasiados rasgos aquí abajo, en la tierra, en lo más bajo, con otros objetos. Benjamin de hecho afirma que el aura es una “cercana lejanía”. Puede decirse que es material y es abstracta, es terrenal pero sobre todo sagrada. Y, a diferencia de lo que se suele afirmar, Benjamin no lamenta esta pérdida del aura, antes bien parece celebrarla: ahora el arte que llega a todo el mundo tiene las condiciones de posibilidad para ser enteramente democrático o, mejor dicho, comunista.
Nos quedaremos con estas dos ideas: la unicidad, que se opone a la multiplicidad y lo sagrado, que se opone a lo profano. El aura es lo único y lo sagrado. ¿Y entonces, qué es lo múltiple y lo profano? Podría decirse que sencillamente lo opuesto, lo no-aurático (lo banal, la mercancía, el objeto de consumo). Pero Deleuze, en un comentario que realiza a propósito de Francis Bacon, afirma que no es que el aura se haya perdido, sino que ha caído al suelo. En efecto, hay un aura profana, por extensión podría decirse que hay un aura de lo múltiple y la reproducción técnica (al fin y al cabo, hay culto a las imágenes multiplicadas, como demuestra el pop art o la idolatría por los gadgets tecnológicos). Así pues, diremos que hay un arte sagrado (de lo único) y un arte profano (de lo múltiple y la copia), en la medida en que hay estas dos formas de aura. En estos dos polos se tiene que mover ahora el museo, muy orientado, hasta hace poco, al arte sagrado. De hecho, cuando Boris Groys explica en Arte en flujo que el aura es el “contexto”, no está refiriéndose a otra cosa que a la capacidad de generar mediante una explicación las condiciones únicas y sagradas que permitan una recepción aurática (sagrada) de la obra, pero en un sentido todavía tradicional. También se pueden generar recepciones profanas. Estas son las coordenadas que tendremos en mente: una vertical, de un museo del videojuego que todavía quiere ser sagrado frente a otro que insiste en su carácter profano. Y otra horizontal que debe moverse también entre los dos límites que hemos expuesto antes: un museo que no sea ni una ludoteca (el límite del ocio) ni una pinacoteca (el límite de la seriedad).
Se puede plantear la posibilidad, entonces, de que el museo tenga dos orientaciones distintas. La primera, más clásica, consistiría en insistir en la unicidad de la pieza, como objeto material y como acontecimiento; esto aproxima el museo de videojuego a la pinacoteca pero también al teatro. La segunda modificaría su rol tradicional en favor de la reproductibilidad: el museo, en este caso, sería únicamente un expositor de objetos multiplicados, que pueden encontrarse en cualquier otra parte pero que en este espacio concreto tiene unas condiciones determinadas de exposición. En ambos casos, intentaremos evitar la seriedad de la pinacoteca y el jolgorio de la ludoteca.
Sobre la primera, que consiste en hacer del videojuego de museo una pieza única, sagrada, hay un camino muy evidente: que se diseñe un videojuego exclusivo para tal o cual museo. Es más, sería deseable que el videojuego estuviera diseñado por alguno de los directores del sector más consagrados (desde Jenova Chen a Jonathan Blow, pasando, ¿por qué no?, por Shigeru Miyamoto). El videojuego podría disponerse en una pantalla, con una consola que lo reproduzca (no hemos pensado en si la consola tiene que ser también única, por ahora aceptamos que no lo sea), un mando, una escenografía mínima, blanca, solitaria. Se puede jugar durante un tiempo, o el juego dura escasos minutos. Pongamos cinco, diez como mucho. Hay que reservar turno para jugar, y no se permiten ni fotografías, ni vídeos. Es un mundo ajeno a la influencia de Youtube y las revistas especializadas: el régimen de visión está determinado por el museo y fuera de él estamos ciegos. Tenemos, a lo sumo, la palabra de quienes lo han visto, que nos lo describen. Algunos puede que lo dibujen. Pero su espacio es hermético. Se trata de una forma de exclusividad radical. Aquí el aura es pura (es sagrada, luz blanca).
Una segunda posibilidad en este sentido consistiría no ya en la pieza, sino en la acción única. El modelo que se tiene en mente es el del teatro, pero también, y esto está todavía más relacionado con el arte institucional, las performances, los happenings. Consistiría en facilitar performances de diseñadores de videojuegos (dejamos de lado las performances de videojugadores, en la línea de los eSports, los speedrunners y aquellos que, quizá existen ya, juegan no para terminarse el juego, sino para jugar bellamente) que se ciñen a alguna convocatoria del museo. Pongamos por caso que un museo solicita la participación de cinco diseñadores que tienen que crear en tiempo real un videojuego que esté relacionado con el land art, crear obras de arte en entornos naturales, siguiendo además una serie de condiciones (usarse tal o cual motor gráfico, que sea pixel art, que incluya animales inventados… tanto da); el diseñador, como en una gamejam, tendría que terminar su proyecto en una jornada y después sería expuesto al público. Finalizado el concurso (las performances), el código de los videojuegos se borraría.
Esto atañería a la noción aurática clásica, a la idea de que cada obra de arte es única (y por extensión sagrada). En cuanto a la segunda, una concepción contemporánea del aura, profana, podríamos ofrecer un par de ideas para insistir en la reproductibilidad de la obra. La primera tiene que ver con el modo en que se configura su presentación al público; la reproductibilidad aquí no solo atañe a la multiplicación de objetos idénticos, sino también a las partidas, que sin embargo no son idénticas. Imaginemos una NES delante de una pared, con el juego Super Mario Bros. (1985) en funcionamiento; en esta pared hay 6 filas y 6 columnas de televisores (si pueden ser de tubo, mejor); en total, hay 36 pantallas. Cuando un visitante o jugador se acerca a la consola, las 36 pantallas reproducen simultáneamente la partida. Se juega solo el primer nivel, paradigma de cómo se configura un videojuego y cómo se enseña a jugar con información icónica (apenas textual, salvo el interrogante y la interfaz). Cuando termina esa primera fase, el juego termina, y permite a otro jugador volver a empezar. Este segundo jugador activa también las pantallas, pero esta vez ya no son 36 las que reproducen simultáneamente su partida, sino 35. La restante reproduce la partida del jugador anterior. El jugador segundo termina la fase y llega un tercero. Este activa de nuevo las pantallas, pero esta vez son 34; las otras dos son las del jugador primero y la del segundo. Y, así, hasta llegar a las 36 variaciones de un mismo nivel. De este modo la disposición expresa lo que hemos intentado expresar nosotros en el libro, y que está relacionado con el modo habitual de aprendizaje de los videojuegos: el ensayo y el error, pero también la variación. Ni que decir tiene que cada partida es distinta y de las 36, seguramente se mostrarán 30 muertes y 6 salidas exitosas, a lo sumo. Hay siempre más errores que éxitos.
Una segunda propuesta, que es infinitamente más elemental y más material, sitúa de nuevo al museo como garante de la conservación, es decir, de aquella concepción más básica que afirma que el museo es también un archivo, un archeion, que en griego significa “lugar seguro”. Para ello, bastaría con seguir los ejemplos de los coleccionistas particulares: una serie de armarios, mínimos, con estantes transparentes, que dispusieran en filas y columnas (siguiendo el ejemplo anterior) una colección entera de videojuegos de alguna consola en cartuchos, por ejemplo de Nintendo 64 (cuyos cartuchos con forma ligeramente arqueada, casi aerodinámica si tuvieran que moverse, parecen estar preparados para cualquier tipo de exposición pública). Se podría ver solo el lomo de los juegos, formas idénticas que albergan contenidos distintos, con alguna variación, como el cartucho negro de Turok 2 o el rojo de Rocket: Robot On Wheels. Los cartuchos tendrían que estar, además, encerrados en una vitrina, aislados de las agresiones del exterior. Con ello cristaliza tanto la función del museo como conservador como el aspecto más puramente material de los videojuegos, no necesariamente implicada en su función (un videojuego no es solo el cartucho, aunque un museo sí que tendría que velar por él) pero sí el hecho mismo de su existencia, la acción que lo convierte en consumible: su multiplicación.
Con ello solo queríamos exponer las dos posibilidades que de modo general se presentan al museo (objetos sagrados u objetos profanos) y al museo de videojuegos en particular (ludoteca o pinacoteca). Por supuesto esto no resuelve la cuestión y de hecho es posible que incluso la embrolle más, pero esto no parece algo exclusivo de los videojuegos: el mismo arte tradicional, como la pintura o la escultura, también tiene sus propios líos, como aquello de considerar arte institucional un plátano pegado a una pared con cinta adhesiva, por ejemplo. ¿Por qué no?, habría que preguntarse, y entonces podríamos pensar en un museo que sea mitad frutería, mitad pinacoteca, y así embrollaríamos también a nuestra manera el museo del futuro.